Caravana sin retorno

 
Hay algo barbárico que nos atrae de una forma primitiva a intentar lo imposible y, de todas maneras, ¿dónde está escrito que este viaje sea imposible?
— SVEN HEDIN

En 1895, el explorador sueco Sven Hedin se convirtió en el primer hombre en cruzar el interior del desierto más hostil de Asia Central. Sobre la experiencia, Hedin narraba en sus libros más vendidos que dos de los cinco miembros de la expedición habían muerto de sed, pero el experto en el desierto y escritor de viajes Bruno Baumann siempre dudó de la historia de Hedin. En abril de 2000, el aventurero austriaco partió para repetir la ruta del famoso explorador a través del corazón de Taklamakan. Baumann esperaba recuperar los restos del "campo de la muerte" de Hedin y conocer la verdad tras la trágica expedición. Pero el viaje a través del mar de arena no fue como lo planeaba...

 

Roze, un uigur de mediana edad, es uno de los dos conductores de camellos. Cada mañana al salir la caravana, puntual como un reloj, comienza a cantar una canción monótona e interminable. Se inventa las palabras a medida que avanza, y suenan melancólicas. Pero hemos aprendido algo; mientras Roze esté cantando, el mundo sigue en orden. Nuestra pequeña caravana de cuatro hombres y seis camellos progresa de forma lenta pero constante.

Frente a nosotros, al este, yace el corazón de Taklamakan, un desierto de arena a la deriva de más de 1000 km de ancho. Lo único que separa este mar dorado es el Khotan-daria, un río que atraviesa el desierto de sur a norte como un delgado hilo de seda. Por supuesto, el término 'río' solo es aplicable durante las semanas posteriores al deshielo del invierno, cuando la nieve que se derrite de las montañas circundantes fluye hacia el desierto. Ahora, en primavera, el río está completamente seco. Aun así, con un poco de suerte, deberíamos encontrar el agua que se acumula entre los tamariscos y álamos que aparecen intermitentes a lo largo del lecho del río.

Han pasado varios días desde que salimos del oasis para abordar el tramo de 160 km de la parte más traicionera del desierto del Taklamakan. Todavía nos quedan otros 50 km de marcha atravesando un desierto de arena seca, árida y abrasadora antes de llegar al Khotan-daria. Podemos hacerlo en tres días si nuestro suministro de agua dura, si los camellos resisten... si.

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El canto de Roze se ha interrumpido varias veces desde que comenzamos esta mañana. Niki, uno de nuestros camellos, apenas se sostiene en pie. No para de caerse, incluso después de liberarlo de toda la carga que llevaba. Cada vez que se cae, Roze y el otro conductor de camellos, Omarjan, tienen que unir todas sus fuerzas para volver a ponerlo en pie. En las últimas horas, la caravana apenas ha progresado, y eso es peligroso. Si no nos ajustamos al objetivo marcado de avanzar 15 km diarios, nuestro suministro de agua desaparecerá incluso antes de que vislumbremos el Khotan-daria y regresar ya no es una opción ya que el último pozo de agua está a ocho días de camino.

Caminaba por delante de la caravana. Desde la cima de una duna, exploré el horizonte, esperando ver al menos una zona verde por alguna parte, un cinturón de vegetación en algún lugar cercano al lecho del río. En los últimos días, hemos visto varias hojas secas de álamo, insectos, e incluso un ave muerta, pero la vista desde lo alto de la duna no ha sido diferente hoy de la del día anterior o el anterior. Un laberinto de dunas bajo un cielo brillante acrecentándose como olas de oro, inabarcables. De repente, tuve la sensación de que estaba completamente solo en el desierto. Hace solo un segundo, había visto a la caravana abriéndose camino hasta la duna detrás de mí. Ahora, había desaparecido, como si se la hubiera tragado el mar de arena. Solo había silencio por todas partes. El canto de Roze se había detenido.

Me colgué la mochila y rápidamente seguí mi propio camino de regreso. Después de unos cientos de pasos, me encontré con los demás, justo detrás de una línea de dunas. Cinco camellos estaban de pie. El sexto, Niki, yacía de costado con las piernas y el cuello estirados en la postura de la muerte. Roze y Omarjan, que habían tratado de ponerlo de pie, ahora estaban agachados en la arena, agotados. Omarjan se sentó con el rostro hundido en las manos. Helmut Moser, un miembro del equipo de la expedición y compañero austriaco, rebuscaba en una de las alforjas.


Me enfrenté a una decisión terrible. Si perdíamos más tiempo con el camello exhausto, corríamos el riesgo de morir de sed nosotros mismos. Tanto si estábamos parados o caminando, nuestros cuerpos necesitaban agua. Solo nos quedaban 90 litros, apenas lo suficiente para tres días. Cada hora contaba.


Ni Helmut ni yo nos atrevimos a terminar con la miseria del animal y los dos uigures se negaron rotundamente a hacerlo. Ellos viven según una ley no escrita del desierto; al camello siempre se le debe dar la oportunidad de recuperarse solo para seguir el rastro de la caravana más tarde. Embargado por un sentimiento de impotencia y un dolor indescriptible, me acerqué al animal. Niki me miró con ojos cansados. Me despedí acariciando su suave pelaje mientras luchaba contra las lágrimas.

Seguimos adelante, pero no pude quitarme la imagen del camello moribundo. Me perseguía como una pesadilla mientras marchaba a toda prisa como un poseso para alejarme de la caravana. Cuanto más corría, más podía sentir mi dolor convirtiéndose en una ira desenfrenada. Maldije al Taklamakan, más que eso, maldije mi decisión de poner un pie en él. ¿Qué se nos había perdido aquí? ¿Habría emprendido este viaje, si hubiera sabido que costaría la vida incluso de una de estas magníficas criaturas? Pero era demasiado tarde para arrepentimientos. El Taklamakan no perdona los errores.

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Como lo había hecho tantas veces durante las últimas semanas, me encontré pensando en Sven Hedin y recordé las palabras que había escrito en su diario durante la expedición de 1895: "Primero mueren los camellos, los siguientes seremos nosotros."

El aventurero sueco fue el primer hombre en cruzar el poderoso mar de arena en el interior asiático, pero su expedición se había convertido en una verdadera marcha de la muerte. Casi toda la caravana murió. Más tarde, en su libro En el corazón de Asia, Hedin escribió que él y otro miembro de la caravana fueron los únicos que escaparon vivos del desierto. El relato más vendido de la trágica expedición hizo famoso a Sven Hedin de la noche a la mañana, y lo impulsó a los anales de la historia como uno de los más grandes exploradores y escritores de viajes de su tiempo.

Con un área de más de 210 km2, el Taklamakan es el segundo desierto de arena continua más grande del mundo. Está situado en la esquina noroeste de la actual China. Al este, lo bordea el desierto del Gobi, y en los otros tres lados, está rodeado por las montañas más altas de la Tierra; las montañas del Karakorum en el oeste, las montañas del Pamir en el noroeste, la cordillera de Tien Shan en el norte, y el Kunlun Shan en el sur. Desde los glaciares, en lo alto de las cumbres que alcanzan 8500 m de altura, varios rios fluyen hacia “el desierto sin retorno” como los locales llaman al Taklamakan, pero ninguno de esos ríos es capaz de penetrar el mar de arena. Todos se hunden en ella y se evaporan en medio de las dunas.

El Taklamakan siempre fue un lugar temido por su clima extremadamente seco y las terribles tormentas de arena. Ya en el 130 a.C., la legendaria Ruta de la Seda se dividió en dos rutas que bordeaban los perímetros norte y sur del Taklamakan, pero nadie había logrado penetrar el interior del desierto. Hedin fue el primero en atreverse a atravesar el corazón de este mar de arena sin agua.


Nacido en Estocolmo en 1865, Sven Anders Hedin fue uno de los típicos exploradores coloniales de su época. Estaba menos interesado en el intercambio cultural y en descubrir maravillas naturales que en la guerra por conquistar los "espacios en blancos" en el mapa; abriendo nuevos caminos, yendo "donde ningún europeo ha ido antes", ese fue el verdadero objetivo de su gran expedición asiática. Sus narraciones se leen como las de un general que va a la guerra, mientras se prepara para "pelear la gran batalla" y "conquistar toda Asia”.


Hedin partió el 16 de octubre de 1893, con los bolsillos llenos de más cartas de recomendación de amigos bien intencionados que de dinero. Tenía 28 años y no tenía patrocinador. Pero lo que le faltó en apoyo, lo compensó con determinación. A la edad de 16 años, ya había producido un atlas de seis volúmenes del mundo por el único motivo de satisfacer su pasión por la cartografía. Después de graduarse de la escuela secundaria en 1885, trabajó como tutor privado en Bakú en el Mar Caspio. Viajó hasta Persia y luego publicó su primer libro sobre esta "expedición".

Esta vez, en 1893, las miras de Hedin se posaron en los "espacios en blanco" más grandes de Asia Central; el Taklamakan y el Tíbet, que en ese entonces estaban fuera del alcance de los extranjeros. Planeaba cruzar el desierto primero y luego dirigirse al Tíbet a través de la "puerta trasera", por así decirlo.

El solo hecho de llegar al Taklamakan fue una gran prueba y a Hedin le gustaba referirse a él como su "vía dolorosa". A mediados del invierno de 1893/94, partió a caballo a través de la cordillera Pamir, el techo del mundo. Los hombres luchaban contra el frío, caminaban con esfuerzo sobre la nieve recién caída, Luchaban por respirar el fino aire y sufrían la falta de oxígeno. Cruzaban lentamente pasajes helados de profundos abismos, donde varios caballos caían al vacío y los lobos hambrientos se cernían sobre sus cadáveres. Pero Hedin no mostró signos de haber aprendido nada de aquella experiencia. Muy al contrario, cuando finalmente logró llegar a Kashgar, la antigua ciudad oasis al borde del Taklamakan, se propuso ir directamente de las montañas al desierto en la peor época del año.

Y así, el 10 de abril de 1895, en el apogeo de la temporada de tormentas de arena, Hedin viajó con cuatro hombres locales, ocho camellos, tres ovejas, diez gallinas y un gallo. Los camellos llevaban 150 litros de agua almacenada en contenedores de hojalata y piel de cabra. Además de eso, Hedin además transportaba varias cajas de madera llenas de equipamiento no solo para el viaje por el desierto, sino también para el viaje al Tíbet que planeaba justo después. Tenía instrumentos de medición, cuadernos, cámaras con 1000 placas fotográficas, armas y municiones. Llevaba tiendas de campaña, una cama de campaña, alfombras, regalos para los nativos, una gran cantidad de comida enlatada, libros y, por último pero no menos importante, una colección completa de periódicos suecos para todo un año. Hedin planeaba leer una edición por día como pequeña  distracción.

Lo que siguió fue, como el explorador sueco describió más adelante en sus libros, una serie de catástrofes detrás de otra. En primer lugar, descubrieron a los tres días del viaje que solo tenían suficiente agua para dos días porque al parecer uno de los hombres nativos no había llenado los contenedores hasta arriba. Después de esto, hicieron un vano intento de cavar un pozo en la arena reseca. A continuación llegó el colapso y la muerte del primero de los dos camellos y, como si eso no fuera suficiente, los alcanzó un kara buran, la temida "tormenta de arena negra". Tras otros cinco días más de marcha y un estricto racionamiento consumieron su última gota de agua cuando en todo alrededor no había nada más que arena.

Aun así, continuaron. En plena desesperación mataron al gallo y una de las ovejas para beberse la sangre caliente. Dos de los hombres incluso intentaron beber orina de camello y se pusieron tan terriblemente enfermos que no pudieron continuar. Hedin escribió lo que llamó la "entrada final" en su diario: "He parado en una duna alta donde los camellos se han derrumbado... montañas de arena por todos lados, no se ve ni una brizna de hierba, ni un ser vivo por ninguna parte".

Dieron por muertos a dos de los hombres. No mucho después, otro miembro de la expedición cayó de rodillas pidiendo morir en ese mismo momento. "Este campamento de la muerte", escribió más tarde Hedin, "ha sido lo más horroroso que he experimentado en todos mis viajes. Eché un último vistazo a esos camellos de pelaje suave y huí de esa escena tan dolorosa, donde un hombre luchaba contra la muerte, y los más veteranos de nuestra caravana, gallardos en el pasado, terminarían sus viajes por el desierto para siempre".


Hedin y otro compañero eran ahora los únicos que quedaban. A partir de ese momento, caminaron solo de noche. Durante el día, se enterraron hasta el cuello en la arena. Después de cinco días completos sin una sola gota de agua, finalmente divisaron una franja oscura en el horizonte, el ansiado destino, el Khotan-daria. Al llegar al lecho del río capaz de salvar vidas y con un último hilo de fuerza, Hedin se quitó las botas y las utilizó para llevar agua a su camarada debilitado.


Poco después, otro miembro de su grupo que había sido dado por muerto se presentó con uno de los camellos en la ciudad. De los otros dos hombres nativos de la expedición, afirmó Hedin, nunca volvieron a tener noticias.

El relato de Hedin sobre la desafortunada expedición relatada en En el corazón de Asia me había fascinado desde que siendo un niño puse mis manos en el libro. Creé una imagen del desierto en mi mente, una imagen de un mundo infinitamente vasto y silencioso, diferente a todo lo que existe en la Tierra en cuanto a sensación, forma y color. Me despertó el deseo de saber de primera mano cómo se sentía vivir al borde de lo extremo, estar expuesto a la soledad, al calor abrasador, estar completamente a merced de las fuerzas de la naturaleza.

La primera vez que vi el Taklamakan fue en 1989, 17 años después de leer el libro de Sven Hedin. Al igual que Hedin, viajé con una caravana de camellos aunque seguí un curso más oriental que él. También elegí viajar en una mejor época del año. Tal vez por eso tuve la sensación durante ese viaje de 21 días de que había cruzado un desierto completamente diferente al que Sven Hedin se había enfrentado en su día.

El Taklamakan no era un lugar tan seco y hostil como esperaba. Incluso en los tramos de arena más áridos se encontraban tamariscos verdes cuyas raíces lograban llegar hasta el agua en lo profundo de la arena. Cavamos pozos para dar agua a los camellos y esta nunca nos faltó. Las dunas eran pequeñas y fáciles de navegar. No nos perdimos ni experimenté una sola de las temidas tormentas de arena negra. ¿Es este el infame desierto de la muerte? Estaba empezando a pensar que Hedin podía haber exagerado los peligros, embelleciendo la historia para darle un efecto dramático.

Mi escepticismo aumentó todavía más después de mi primer intento de cruzar en solitario el desierto de Gobi en 1996. Esa experiencia me enseñó de primera mano lo que se siente al estar próximo a morir de sed. Había subestimado la cantidad de agua que necesitaría para la caminata, y ya había consumido la última gota, mientras aún me encontraba a kilómetros del próximo pozo de agua. Solo esas pocas horas sin agua fueron suficientes para que me deteriorara físicamente hasta el punto de derrumbarme. Con mi último hilo de fuerza, atormentado por los dolores de los riñones, apenas logré arrastrarme al siguiente oasis, donde rápidamente tiré la toalla, debilitado y exhausto.

Después de esa experiencia, volví a leer los relatos de Hedin sobre su drama en el desierto en Taklamakan, esta vez con diferentes ojos. ¿Correr en el desierto luchando por su vida durante cinco días completos sin una sola gota de agua? ¡Imposible! Habría sido un milagro médico. ¿Enterrarse hasta el cuello en la arena durante el día y caminar por la noche? ¡Un cuento de hadas del desierto! El tiempo perdido solo para hacer esas paradas habría sido fatal, porque se habría deshidratado tanto estando en reposo como en movimiento, pero sin acercarse a una zona de agua. ¿Cómo ocurrió realmente aquel drama en el Taklamakan?

Para recrear la expedición de la manera más auténtica posible, no solo decidí tomar la misma ruta y usar el mismo método de transporte, una caravana de camellos, sino que también elegí exactamente el mismo mes del año. Por supuesto, sabía que solo se podía hacer una comparación limitada entre cruzar el desierto hoy en día y el viaje pionero de Hedin. Después de todo, a diferencia de Hedin, yo tenía los mapas más modernos y el mejor equipo de navegación por satélite. Además, conocía el desierto mucho mejor que Hedin cuando se embarcó en su primera gran expedición. Por esas mismas razones, no consideré que mi plan fuera inusualmente difícil o peligroso, particularmente porque estaba seguro de que podía evitar cometer el error más grande de Hedin; no llevar suficiente agua.

Al principio, todo parecía ir según lo planeado. A comienzos de abril, mi amigo Helmut Moser y yo llegamos a Kashgar, la antigua ciudad oasis en la frontera con Kirguistán. China había anexado la provincia de Xinjiang, donde se encontraba el Taklamakan, en 1949. Los urbanistas de Beijing habían hecho todo lo posible para rediseñar la antigua ciudad islámica hasta el punto de hacerla literalmente irreconocible demostrando un verdadero talento para el kitsch, ya fuera por una total ignorancia o el desprecio más evidente a la tradición local. Para construir una autopista, derribaron con grúas un laberinto de callejones estrechos y sinuosas cercanos a la mezquita más grande de Kashgar. Los taxis y carretas tiradas por caballos se prohibieron en la ciudad e incluso se desplazó el bazar que quedó escondido detrás de las relucientes fachadas de los modernos grandes almacenes de varias plantas.

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Con la ayuda de un contacto local, pudimos comprar camellos. Aunque resultó ser más difícil de lo que esperábamos, ya que los animales normalmente están muy débiles a finales del invierno y no había muchos especímenes resistentes en el mercado.

Hedin regresó a Europa en 1897. Debido al desastre de Taklamakan, nunca llegó a la ciudad tibetana de Lhasa, que en realidad había sido su principal destino. A pesar de ello, sus libros y conferencias se hicieron famosos. En los años siguientes, organizó otras dos expediciones asiáticas, publicó libros académicos y populares, se reunió con el emperador de Austria; Francisco José I, el papa Pío X y el presidente de Estados Unidos; Theodore Roosevelt. Fue nombrado miembro de la Real Academia de Ciencias de Suecia y de la Real Sociedad Geográfica británica, y en 1902, el rey de Suecia lo nombró caballero. Fue el último de sus compatriotas en recibir tal honor. Pero cuanto más famoso se hacía, más controversia creaba como autor, principalmente debido a su asociación con la extrema derecha política. Cuando murió en 1952, el último caballero de Suecia se había convertido en una persona non grata en su propio país.

El 8 de abril, salimos de la ciudad oasis de Merket, totalmente equipados y acompañados de cuatro hombres y seis camellos. Ocho días después, llegamos al último oasis en el borde interior del Taklamakan. Todo había ido bien.

El 17 de abril, nos embarcamos en el tramo más difícil de nuestro viaje, 160 km de vasto mar de arena que se extiende hasta la orilla de Khotan-daria; 160 km sin una sola gota de agua. Pensé que cubriríamos unos 15 km por día, lo que significaba que podríamos llegar a nuestro destino en unos 13 días. Cargamos los camellos con raciones de 14 días para los hombres, estábamos consumiendo 30 litros de agua por día en total, y otros 120 litros para los animales. Tendrían que pasar los primeros cinco o seis días sin beber nada, y luego les daríamos agua.

Unos días después, mis cuidadosos cálculos saltaron por los aires. Las dunas eran mucho más altas y más difíciles de navegar de lo que cualquiera de nosotros había esperado. Además de eso, nos ralentizaban las tormentas de arena. No estábamos tan atrasados ​​en la hoja de ruta, pero resultó que los camellos necesitaban mucha más agua y mucho antes de lo que cualquiera de nosotros había anticipado.


Cinco días después, habíamos llegado al punto de no retorno. A partir de ese momento, la distancia de destino era más corta que la vuelta al último oasis. Las cosas todavía parecían ir bien. Pero, el día 8, otro camello se desplomó por la sed. Y luego, apenas unas horas después, el tercero.


Durante todo el tiempo que estuvimos en marcha, había estado buscando los restos de la expedición de Hedin, explorando el terreno con mis binoculares, con la esperanza de encontrar una caja de madera desgastada o un bote de hojalata pulida con suavidad por la arena tendida en algún lugar en la cima de una duna. Nunca encontré ningún rastro del "campo de la muerte" de Hedin; en lugar de eso, creé uno propio.

25 de abril. Día 9 en Taklamakan: somos una triste procesión que serpentea a través del desierto. Hemos abandonado casi todos nuestros equipos: tiendas, suministros, estufas y forraje para los animales. Las dunas son notablemente más bajas de lo que han sido en los últimos días, pero nuestro progreso sigue siendo difícil y lento, demasiado lento. Nos hemos visto obligados a abandonar un tercer camello para que muera en la ladera de una montaña de arena.

Agarré la brújula y salí para tratar de encontrar una ruta transitable que no nos alejara demasiado de nuestro rumbo ideal. La caravana seguía a bastante distancia detrás de mí con Helmut Moser liderando la caravana. Detrás de él venía Roze, guiando a los tres camellos restantes con una cuerda y Omarjan caminaba en la retaguardia. Desde que perdimos nuestro primer camello, Roze ha estado cantando una especie de canción moribunda. Lamentando su destino con tristeza, decía que estaba condenado a morir lejos de casa y de su familia, donde nadie encontraría su tumba de arena. Cada vez que su monótono canto se detenía, yo lo hacía también. Me quedaba inmóvil, con la esperanza de que otro camello no hubiera caído, deseando que la caravana se hubiera detenido para tomarse un descanso. Finalmente, volvimos a acampar, todavía a unos 21 kilómetros de Khotan-daria.

El estado de ánimo era sombrío. Los pensamientos y la conversación giraban en torno a una cosa; el agua. Los camellos parecían más muertos que vivos. Les quitamos la carga, pero se quedaron allí sin moverse, como víctimas de una masacre en el desierto.

Nuestra vida se había reducido a unos pocos movimientos mecánicos. Extendimos nuestras colchonetas, extendimos los sacos de dormir sobre ellas y nos metimos dentro sin quitarnos la ropa sudorosa y cubierta de arena. Teníamos el cabello enmarañado y lleno de arena y las caras quemadas por el sol. Parecía como si tampoco nos quedara mucho en este mundo. Roze ya se había acostado. Yacía envuelto en su petate colocado entre dos contenedores, como si esperara la próxima tormenta de arena. Como hacía todas las noches al atardecer, Omarjan subía a la cima de una duna, pero esta vez no era para rezar. Esta vez no era el Corán lo que sostenía en sus manos sino los binoculares mientras miraba con anhelo pero inútilmente su mirada hacia el este.

Observé cómo el cielo de la noche reflejaba todo el espectro de colores, desde el amarillo hasta el rosa y el rojo intenso. Hubiera preferido nubes negras de lluvia. Ya había perdido el gusto por la belleza del desierto... ya no me interesaba la atmósfera, los colores ni las formas. Todo en este lugar me parecía frío y amenazador ahora. Mis nobles ideales, mis sueños de una gran experiencia meditativa, se habían evaporado como un espejismo.


26 de abril. Día 10 en el Taklamakan: Esta mañana, al menos durante unos minutos, pareció como si alguien hubiera escuchado mis oraciones. Me desperté pensando que estaba teniendo visiones; el cielo estaba nublado. Y luego, una gran gota de lluvia me cayó directamente en la cara.

Me levanté de un salto gritando "¡Su! Su! — ¡Agua! ¡Agua!” Los otros se levantaron, todavía aturdidos por el sueño.

"¡Tenemos que recoger las gotas de lluvia!", le grité a Helmut, que estaba saliendo de su saco de dormir. Podríamos haber usado las lonas alquitranadas, pero las habíamos dejado atrás el día anterior. Por suerte, todavía teníamos una delgada manta de rescate de aluminio con nosotros. La extendimos y esperamos con anticipación. Comenzó a lloviznar ligeramente e incluso cayeron algunas gotas gordas, pero eso fue todo. En cuestión de minutos, el espectáculo había terminado. Nos quedamos allí con la mirada angustiada en nuestras caras, doblamos la manta de rescate sin decir una palabra y recogimos nuestras cosas.


Fue entonces cuando noté que faltaba Omarjan. Empezamos a llamarlo, pero nadie respondió. Luego vimos sus huellas alejándose de la caravana y, para nuestro horror, en dirección de vuelta. ¿Omarjan se había vuelto loco de sed y simplemente se había adentrado aún más en el desierto?


Roze estaba fuera de sí de la preocupación. Descalzo, siguió las huellas de Omarjan, pero rápidamente se rindió y regresó. Me di cuenta de que Omarjan ni siquiera se había llevado agua con él. Su botella de agua medio llena todavía estaba acostada al lado de su petate, al igual que su Corán, que por lo general mantenía consigo en todo momento. Uno de nosotros tendría que ir a traerlo de vuelta. Roze sintió que era su responsabilidad ir. Agarró una botella de agua y se fue.

Miramos al cielo con nerviosismo. Si surgiera una tormenta de arena, las pistas se borrarían instantáneamente y Omarjan se perdería. De vez en cuando, Roze subía a una de las dunas y llamaba al desierto, al vacío. A veces, una voz respondía, pero sonaba como la voz de un hombre que se ahogaba, y luego, de inmediato, el silencio volvía. Poco menos de una hora después, Roze regresó, trayendo a Omarjan de la mano. El joven uigur no parecía siquiera reconocernos. Estaba completamente aturdido y desorientado, alucinando y temblando como una hoja. Le dimos algo de beber, lo envolvimos en mantas cálidas y le dimos un sedante, sabiendo muy bien que solo había un antídoto para lo que lo aquejaba; teníamos que salir del desierto lo antes posible.

A toda prisa, comenzamos a prepararnos para marchar inmediatamente. No nos atrevíamos a perder más tiempo. Los camellos parecían fatigados. Anticipando lo peor, les dije a Helmut y Roze que retiraran sus pertenencias personales más valiosas de las alforjas de los camellos y las llevaran consigo. Repartimos el último suministro de agua sabiendo que antes de que terminara el día nuestras reservas se agotarían. No podíamos escatimar ni una gota para los camellos.

Afortunadamente, Omarjan todavía podía caminar. Ninguno de los camellos habría podido soportar su peso. Con el rostro blanco como la tiza, se tambaleó sobre la arena apoyado por Helmut.

Me adelanté para explorar una ruta transitable. Había señales de vida aquí y allá; lagartos del desierto e insectos. En una ocasión incluso vi un pájaro. Cada vez que veía una zona más alta, subía para explorar el terreno circundante en busca de un tamarisco o un álamo, pero no había una sola planta a la vista. Era verdaderamente deprimente. Finalmente, tuve que renunciar a subir y bajar constantemente, me estaba costando más fuerza de lo que podía permitirme.

Las nubes oscuras de la mañana se habían disipado hacía mucho tiempo y nos encontramos caminando bajo el sol abrasador de nuevo. Durante el día, la superficie de la arena se calentaba a más de 45 grados. Para escapar del brutal sol de mediodía, decidimos probar el "método de Hedin".  Metimos nuestros bastones de trekking en la arena, extendimos nuestras chaquetas sobre ellos y nos hundimos hasta el cuello en la arena sombreada bajo las inestables carpas que habíamos improvisado, pero no pudimos soportarlo por mucho tiempo. La arena caliente no nos ayudó a refrescarnos en absoluto. Justo lo contrario, nos deshidrató mucho más rápido y buscábamos constantemente la botella de agua. Nunca intentaría luchar contra el calor como supuestamente lo hizo Hedin porque nos deshidrataríamos tan rápido como lo haríamos caminando, pero no estaríamos acercándonos un paso más al agua que nos puede salvar la vida.

Por la tarde, una brisa ligera barrió las dunas, aliviando un poco el tortuoso calor, pero apenas avanzábamos. Surgía una interrupción tras otra. De nuevo salí el primero. Detrás de mí, la caravana se escondió en el mar de arena y cuando volvió a aparecer de nuevo, solo quedaban dos camellos en pie.

Faltaba el “blanco", nuestro camello líder. "Se las arregló para mantenerse en pie durante aproximadamente media hora", me explicó con tristeza Helmut, "luego se desplomó y se colocó en la postura de muerte".

Seguí una vez más. Los sonidos familiares de la caravana se habían acallado, incluso los cantos de muerte de Roze habían cesado. El silencio era aterrador. No me atreví a darme la vuelta por miedo a ver otro camello tendido en la arena.

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Poco después, la caravana detrás de mí se detuvo de nuevo. Esperé durante unos temibles minutos. Al no aparecer, me di la vuelta y caminé de regreso. Llegué al lugar en cuestión de minutos. Una mirada fue suficiente para saber que nuestro fin estaba cerca. Ambos camellos se habían derrumbado. Uno ya había sido liberado de su carga y había vuelto a ponerse de pie, el otro estaba tendido en el suelo, con las alforjas aún puestas. Roze y Helmut intentaban que el animal volviera a ponerse de pie.

Roze me miró de soslayo y comenzó a gritar con rabia. No entendí ni una palabra de lo que decía, pero no fue difícil adivinar que me estaba responsabilizando por todo el asunto. Y tenía razón. Fue mi brillante idea seguir la ruta de Hedin. Fue un error partir en abril, cuando los animales todavía estaban débiles por el invierno, sabiendo lo que Hedin había experimentado y las dificultades que nosotros mismos habíamos tenido para encontrar camellos fuertes en Kashgar. La muerte de los animales pesaba sobre mí.

Teníamos los nervios crispados. Debíamos actuar rápido. Le dije a Roze y Omarjan que dejaran todo y nos siguieran a Helmut ya mí. A cada uno de nosotros nos quedaban aproximadamente cuatro litros de agua, lo suficiente como para unas pocas horas como máximo. Aparte de eso, solo tomé lo absolutamente necesario; el dispositivo de navegación por satélite, la brújula, los binoculares y una bolsa impermeable con un cordón largo, en caso de que necesitáramos sacar agua de un pozo profundo.

"Si caminamos día y noche", les dije a los demás de manera alentadora, "podemos llegar al Khotan-daria mañana." Abandonamos los camellos, que estaban demasiado débiles para seguirnos, y vi como desaparecían tras la siguiente duna.