SAVAGE HARVEST (COSECHA SALVAJE)
MARZO 1961
“¿PUEDES CREÉRTELO? al fin estoy en Nueva Guinea,” escribió Michael Rockefeller el 29 de marzo de 1961 a su mejor amigo, Sam Putnam. Había volado de Boston a Tokio, vía Nueva York, el despegue se retrasó una hora por un fallo en el radar de Nueva York, lo que casi le provocó “un ataque al corazón al pensar que perdería el vuelo.” De camino a Tokio, el avión estaba casi vacío y durmió recostado sobre cuatro asientos. Hay diferentes tipos de viajeros; las personas se adaptan a nuevas culturas de diferentes maneras. En cuanto pongo el pie en un lugar extranjero, me deleito con una buena comida. Es un ritual, una forma de que ese lugar entre en mi cuerpo y Michael hizo lo mismo, consumiendo con entusiasmo la cultura japonesa con un "maravilloso" plato de tempura.
Desde Tokio había volado a Biak, una isla frente a la costa norte de Nueva Guinea, emplazamiento de un antiguo aeródromo del Cuerpo Aéreo del Ejército de EE. UU. en el que los holandeses mantenían un escuadrón de aviones para proteger su colonia. Allí se reunió con Karl Heider, un estudiante de posgrado en antropología de Harvard. Cuando Heider había llegado el día anterior, decepcionó a la multitud de funcionarios holandeses que se habían reunido, pensando que estaban dando la bienvenida al hijo del gobernador de Nueva York. Los dos pasaron el día caminando bajo el calor y la humedad de Biak y luego partieron hacia Hollandia en un DC-3. Michael se sentó en la cabina. Contemplaba absorto los sinuosos ríos de color marrón que desembocan en la costa norte de Nueva Guinea, cuando el piloto le dio un codazo en las costillas y señaló por la ventana: el motor derecho se había estropeado. Michael volvió rápido a su asiento, Heider se aferró a sus papeles y posesiones más valiosas, el avión aterrizó de nuevo en Biak y volaron a Hollandia al día siguiente.
Michael no se dirigía a Asmat sino al gran valle de Baliem en las tierras altas de las islas. Era alto y esbelto, la cara bien afeitada y con la mandíbula cuadrada como su padre, y usaba unas gruesas gafas de montura negra. Había crecido en la casa familiar en el centro de Manhattan y pasaba los fines de semana en la finca Rockefeller en el condado de Westchester, Nueva York. Su padre, Nelson, hizo lo mismo que Abby había hecho con él anteriormente, llevándolo a los marchantes de arte los sábados por la tarde, un ritual de unión entre padre e hijo educándolo en sus gustos. Su hermana gemela, Mary, recordaba cómo a los dos les encantaba ver a su padre reorganizar su colección de arte. Y cuando tenía once años, su madre finalmente descubrió por qué llegaba tarde de la escuela: vio una pintura que le gustaba a través de la ventana del segundo piso de la galería de arte de los grandes maestros en la avenida Madison, tocó el timbre y su propietario, Harry Yornakparian, permitió que Michael anduviera por ahí siempre y cuando no entorpeciera el camino.
Cuando se acercaba el final de sus cuatro años en Harvard, Michael era, en palabras de la novia de Sam Putnam, “un espíritu tranquilo y artístico”. También torturado. Aunque su aprecio por el arte se había nutrido desde el día en que nació, su padre esperaba que su hijo fuera como él: que siguiera una carrera en una de las empresas familiares; la banca o las finanzas y disfrutara de sus pasiones artísticas en su tiempo libre. Michael se graduó con honores en Harvard con una licenciatura en historia y economía, pero anhelaba algo más, una forma diferente de ser. Viajó mucho, trabajó en el rancho de su padre en Venezuela durante un verano, viajó a Japón en 1957, y estuvo rodeado no solo por el arte sino también por el arte primitivo. ¿Quién puede decir de dónde viene la pasión por los viajes, si es innata o si las experiencias, los libros o incluso los objetos la inspiran? Como quiera que fuera, sin duda, Michael la tenía.
Imagina crecer en una familia rodeada de objetos codiciados por tu padre y que hablan de lugares lejanos. Imagina no solo ser capaz de apreciar ese tipo de objetos, sino querer llegar hasta su origen, encontrarlos y llevarlos a casa. A medida que se acercaba la graduación, Michael y Putnam concretaban sus planes. Habían sido mejores amigos desde la escuela preparatoria en Phillips Exeter, donde Michael había sido director de arte del anuario y Sam, el editor. Ahora querían marcharse, tener una gran aventura antes de que Putnam asistiera a la facultad de medicina y Michael siguiera con lo que parecía una vida inevitable de negocios. Sería una última victoria, como dijo la entonces novia de Putnam. Putnam había hecho sus pinitos en el cine y conocía a Robert Gardner. Gardner dirigía el Centro de Estudios Cinematográficos de Harvard y estaba fascinado por el cine como forma de registro etnográfico. Quería hacer una película sobre un pueblo neolítico nunca antes contactado, “emplear el arte del cine para una observación humana de un grupo de personas aisladas en un lugar remoto,” una película, dijo, “sobre el mundo exterior que también me revele a mí mismo y mi mundo interior.”
En 1959, empezaba a buscar el proyecto correcto cuando un primo lejano le habló de una tribu oscura en Nueva Guinea cuya cultura se basaba en la guerra ritual. Gardner se puso en contacto con Jean Victor de Bruijn, Secretario de Asuntos Indígenas en la Nueva Guinea holandesa, quien dijo que el gobierno podría no solo estar interesado en una película, sino también ayudar con la financiación. Gardner habló con la antropóloga Margaret Mead; Robert Goldwater, director del Museo Rockefeller de Arte Primitivo de Nelson; y Adrian Gerbrands, subdirector del Museo Nacional Holandés de Etnología, quien recientemente había comenzado a hacer un trabajo de campo en Asmat. De Bruijn sugirió que la película fuera sobre las tribus dani que vivían en el gran valle de Baliem, y el gobierno holandés finalmente contribuyó con 5.000 dólares para la expedición.
En cierto modo, los dani habían estado mucho más aislados que los Asmat. Aunque los encuentros con Occidente a lo largo de la costa suroeste de Asmat habían sido escasos y distantes entre sí, al menos se sabía que las selvas y los pantanos estaban habitados. Pero cualquiera que mirara hacia el interior de Nueva Guinea vería una sola cosa: las montañas altas y escarpadas extendiéndose a lo largo como una espina dorsal. Y si viajabas río arriba desde la costa, los ríos acababan estrechándose y se convertían en aguas bravas en las paredes de las escarpadas montañas. Lo que había allá arriba era simplemente la naturaleza inhabitada. En la década de 1930, los exploradores australianos y los buscadores de oro comenzaron a descubrir las tierras altas del lado australiano de la isla. Luego, en 1938, un estadounidense llamado Richard Archbold, en una expedición patrocinada por el Museo Americano de Historia Natural, sobrevoló el gran valle de Baliem. No salía de su asombro. En lugar de montañas irregulares y deshabitadas, encontró un valle verde. En lugar de las comunidades escasamente pobladas y aisladas de la gente de la costa, encontró una comunidad pastoral densamente poblada, un mundo de crecientes anillos de humo e intrincados jardines cuidadosamente adosados, canales de irrigación, muros de piedra, puentes colgantes de enredaderas y chozas de paja y además cincuenta mil personas, desnudas excepto por faldas de hierba y calabazas en el pene, que creían que eran las únicas personas en la tierra. Los dani que vivían en el gran valle de Baliem eran la última gran civilización no contactada.
En 1960 había algunos misioneros protestantes, un pequeño contingente de funcionarios holandeses y un aeródromo, y no mucho más. Estados Unidos y la Unión Soviética enviaban cohetes al espacio, pero el puñado de funcionarios holandeses en la “ciudad” de Wamena vivía sin agua corriente ni electricidad. Se había hecho poco por establecer contacto en los extremos norte y sur del valle. Los dani no eran cazadores de cabezas ni caníbales como los Asmat, pero se involucraron en una guerra cíclica de venganza con sus vecinos inmediatos que intrigó a Gardner. Él, como la mayoría de la gente fascinada con los pueblos indígenas, sintió que podrían ofrecer una visión del hombre natural sin corromper, y quería observarlos y filmarlos durante meses para así obtener información sobre la propensión del hombre a la violencia y la guerra.
Gardner comenzó a pensar en incluir escritores y fotógrafos que pudieran representar el proyecto en otros medios. En el almuerzo, una tarde, en casa de la dramaturga Lilian Hellman en la isla Martha’s Vineyard, conoció al escritor Peter Matthiessen y lo invitó a recorrer el gran Valle de Baliem. “Me dijo que me pagaría,” me contó Matthiessen, “y eso fue muy importante para mí.” Gardner solía tomar descansos para fumar en las escaleras del Museo Peabody en Cambridge, y allí conoció a Karl Heider. Cuando Michael acudió a él, Gardner intuyó una posible fuente de financiación y le ofreció la oportunidad de ser el grabador de sonido de la película.
Era la aventura posuniversitaria perfecta, y Michael invitó a Sam Putnam a unirse a ellos unos meses más tarde, cuando terminara su primer año en la facultad de medicina de Harvard. Michael se involucró totalmente, aprendió todo lo que pudo sobre grabación de sonido y le preguntó a Gardner si podía practicar usando la nueva grabadora Nagra de la expedición en la Convención Nacional Republicana de 1960, donde su padre esperaba ser nominado a la presidencia. Sin embargo, antes de que pudiera irse, lo llamaron para que cumpliera el servicio militar. Michael obtuvo un trabajo de seis meses en la Reserva del Ejército de EE. UU. y lo recomendaron para recibir entrenamiento en la reparación de teletipos. “Mi primera reacción fue de terror,” le escribió a Gardner desde el entrenamiento básico en Fort Dix, Nueva Jersey, “... y me imaginé en Fort Leonard Wood, Oklahoma o Fort Jackson, Kentucky.” En cambio, escribió una carta “apasionada” a su capitán, “describiendo mi absoluta incompetencia en el campo recomendado.” Claramente, no estaba de más ser el hijo del gobernador de Nueva York, ya que las órdenes cambiaron rápidamente y lo enviaron a Fort Devens, justo al final de la calle de Harvard, para recibir entrenamiento como “analista de código de tráfico.” “Al menos mejoraré mi mecanografía [sic]”. Aun así, dijo, el ejército le había enseñado “los recursos de una existencia cotidiana bien ordenada. He recibido todo tipo de consejos útiles para la vida en la naturaleza en Nueva Guinea, cosas como hacer un vivac y cursos de primeros auxilios, navegación terrestre, etc. Además, estoy en excelentes condiciones físicas.”
Eso fue en noviembre de 1960. Gardner conocía el interés de Michael por el arte y, unas semanas más tarde, lo ayudó aún más al presentarle a Adrian Gerbrands, un etnólogo que vivía en Nueva Guinea. Gardner dijo que Michael estaba entusiasmado con el trabajo de Gerbrands en Asmat, y “se interesó cada vez más en conocerte y visitar el área de Asmat.” ¿Sería eso posible a mediados de mayo durante una pausa en el rodaje en las tierras altas? preguntó Gardner. “Te puedo asegurar que sabe cuidarse y no sería la menor carga.”
EL 2 DE ABRIL, Michael por fin llegó a Wamena y estaba emocionado. “El vuelo fue espectacular,” escribió “Sambo.” Voló “sobre el lago Santani, la jungla, las montañas, el enorme pantano impenetrable del interior, más montañas y, finalmente, el valle de Baliem que se abría de forma repentina ante mi como una gigantesca cavidad fértil. ¡Cómo nos engañaron todas estas imágenes que vimos! El Baliem es una inmensidad espectacular, compuesto por el verde del fondo del valle y los azules de las montañas circundantes. Constantemente surgen nuevas tonalidades bajo la luz cambiante. Las montañas se elevan... más de tres mil metros de altura por todos lados y las nubes que las circundan las alteran y ocultan. El fondo del valle está roto en fragmentos por el Baliem y sus afluentes, colinas y elevaciones rocosas, y las barreras hechas a mano de los pueblos Ndani. El clima es como el de Maine en el pico del verano. Solo que el sol es mejor.”
Unos días después, trasladaron el pesado cargamento con el equipo en bote y a pie hasta la parte norte del valle, donde acamparon en un pequeño arroyo en la base de una pared de roca y unos cuantos pinos dispersos. Era un lugar hermoso, ligeramente elevado pero protegido, lo suficientemente lejos de los refugios familiares de los dani para que la expedición obtuviera el espacio personal que tanto necesitaban, pero lo suficientemente cerca como para involucrarse en todo. Matthiessen y Eliot Elisofon, un fotógrafo de la revista Life, pronto se unieron a ellos, y Matthiessen tuvo una fuerte primera impresión de Michael. “Era muy, muy joven y un poco mimado. Citaba mucho a papá.”
Fue un momento mágico. El Baliem es tan hermoso como lo describía Michael, un lugar de mil tonos de verde que cambia a medida que pasan las nubes, rodeado de picos irregulares en todas direcciones. A 1.700 metros de altura, la temperatura es fresca, con noches frías, sin humedad y con pocos mosquitos. Cuando Michael llegó, los dani eran una tribu no contactada, los hombres desnudos excepto por largas calabazas que cubrían sus penes formando erecciones estilizadas y cubiertos por una capa de grasa de cerdo, las mujeres desnudas excepto por faldas de hierba sueltas y una red cruzada a la espalda con un niño o un cerdo dentro. Era, en cierto modo, lo mejor de los dos mundos: tener acceso a lo primitivo y poder retirarse a un cómodo campamento lleno de colegas urbanitas más tarde. El equipo compartió comidas civilizadas en la tienda que hacía de cocina (con tortillas, jugo de naranja y café para el desayuno) y bebían Heineken por la noche mientras los dani se reunían alrededor, asombrados con su ropa, espejos, cámaras. Durante el día, los visitantes se dispersaban por las aldeas de cabañas familiares para observar y grabar a los dani. Michael los encontró “emocionalmente expresivos” y fantásticos a la vista. “Polik el guerrero,” escribió, “se pavonea con una lanza de cuatro metros y medio y el tocado más increíble. Su rostro, que a menudo asoma a través del cabello que le llega a los hombros, siempre está ennegrecido con carbón y la grasa de cerdo es una especie de epítome del salvajismo neolítico.”
Cuando llegó la noticia de que habría una batalla, todos se reunieron en una meseta cubierta de hierba, una tierra de nadie, donde los pueblos opuestos se reunían para gritarse unos a otros, correr unos contra los otros, amenazarse y, en ocasiones, enfrentarse entre sí. La condición blanca del equipo de filmación les otorgó inmunidad a medida que los dani se acostumbraba a su presencia, permitiéndoles estar entre ellos incluso mientras luchaban, como si a un equipo de cineastas se le permitiera presenciar y grabar las batallas de la Segunda Guerra Mundial con impunidad. Estaban tan cerca de la acción que un día una flecha alcanzó a Michael en la pierna y el equipo tuvo el cuidado de mantenerlo en secreto. Sin embargo, era un tipo de guerra extraña, en comparación con la violencia destructiva del mundo mucho más desarrollado. “Iban a la guerra con un conjunto de reglas más civilizadas que las nuestras,” dijo Matthiessen. "Una sola muerte era suficiente."
Michael trabajó duro grabando los sonidos, las canciones, la música y la guerra, además de tomar fotografías, lo que le encantaba. “Fotografío como un salvaje,” escribió, exponiendo dieciocho rollos en un solo día. A veces era demasiado, y un día el equipo se descargó sobre Michael, criticándolo por perderse importantes grabaciones de sonido. “Michael se fue llorando,” dijo Matthiessen. Después de esa noche, Michael maduró y trabajó duro, según Matthiessen, pero era “desorganizado. Sucio. Se olvidaba de cosas.”
Michael compartió una tienda de campaña con Heider, quien llegó a conocerlo bien. “Mike era muy tranquilo y modesto”, recuerda Heider, “pensaba, por supuesto, que todos sabían quién era él, quién era su padre. No ocupaba mucho espacio, y era fácil estar cerca de él. Además, tuvo paciencia.” Los dani se abrieron con él. Mientras Elisofon, el profesional, los hacia posar y orquestaba la escena, Michael simplemente miraba en silencio, fotografiando lo que veía. Por las noches, Heider se asombraba al ver al miembro más rico zurciendo sus viejos calcetines militares. Sim embargo, Michael era ambicioso y empezó a pensar seriamente en su fotografía. A finales de abril, le escribió a su amigo Sam con una idea: deberían hacer juntos un libro sobre los dani. “Me parece que hay una gran oportunidad para mí y para ti si consigues arreglártelas con la facultad de medicina. La fotografía debe ser lo suficientemente buena como para formar la base de un ensayo fotográfico sobre la cultura Ndani que se publique en forma de libro. Ciertamente, este es un pensamiento loco y arrogante y es muy difícil sacarlo adelante. Dime que piensas,” añadiendo en una posdata: “Esto es confidencial, no se lo he dicho a nadie más que a ti y no lo haría a menos que fuera algo más definitivo.”
Hay gente a la que no le gustaba andar entre arañas, suciedad y hombres desnudos con grasa de cerdo, pero Michael Rockefeller no era uno de ellos. Era especialmente agradable estar entre personas a las que no les importaba que él fuera Rockefeller, que ni siquiera tenían idea de lo que significaba el nombre. En Nueva Guinea, a medida que pasaban las semanas, el propio hogar comenzó a disolverse en una abstracción, a disminuir su sentido. Las posesiones materiales comenzaron a perder su importancia. Había algo liberador en el enfoque intenso en un solo proyecto. Lo importante estaba aquí mismo: un mundo de cuerpos desnudos y sudorosos, de chozas llenas de humo y banquetes, de cerdos y grasa de cerdo. Aquí, por fin, estaba libre de convenciones sociales. Libre de ser un Rockefeller.
CARL HOFFMANN, Savage Harvest (Cosecha Salvaje: una historia de caníbales, colonialismo, y la trágica búsqueda de arte primitivo que emprendió Michael Rockefeller) HarperCollins (2014)
Traducido por Vanessa Martín Quintana