NO QUERÍA CAMBIAR EL MUNDO. QUERÍA SABOREARLO, VERLO, OLERLO, Y VOLVER A CASA CON ESAS HISTORIAS.
Durante más de treinta años, este aclamado autor estadounidense no solo ha explorado todos los rincones del mundo, sino todas las posibilidades que ofrece la narrativa de viajes, desde el periodismo de investigación hasta las obsesiones y anhelos más profundos de las personas que retrata. Su piel bronceada revela su fisicidad, su amor por el mar y el aire libre, y su preferencia por llevar camisa blanca me recuerda al reportero clásico que viaja principalmente para escuchar. Incisivo, evocador, comprometido; leer a Carl Hoffman es recordar las palabras de Ryszard Kapuscinski: “Un periodista no puede ser un cínico, no puede olvidar su humanidad y la de las personas que conoce.”
Vanessa Martín Quintana: Naciste en Washington en 1960 y tu padre, Burt Hoffman, trabajaba como periodista para el periódico The Washington Star. No puedo imaginarme a nadie creciendo en esa época, lugar y ambiente y no querer ser periodista. ¿Cómo describirías tu infancia?
Carl Hoffman: Mi padre trabajaba principalmente como editor y me acuerdo de ir a la redacción de The Washington Star de niño. A casa iban muchos periodistas también. Mi madre era una gran lectora, así que crecí en una casa llena de libros. Mi padre siempre me dio a leer autores del periodismo narrativo, como John McPhee o la gente que escribía para la revista The New Yorker, y mi madre me daba novelas. Así que ser periodista era inevitable, supongo. Pero mis padres se divorciaron cuando yo era muy joven. Mi madre era una alcohólica severa y había muchas peleas y gritos, así que me refugié en literatura sobre personas reales que viven vidas de fantasía, ya sabes, Los siete pilares de la sabiduría de T.E. Lawrence o Arenas de Arabia de Wilfred Thesiger. Esas personas magníficas que cruzaron fronteras hacia nuevos mundos adquiriendo conocimiento y sabiduría con el que regresaban a casa. Eran mi forma de escapar. De eso se tratan las historias: escapismo e inspiración.
Eso explica por qué desde el principio te centraras en escribir sobre viajes y trabajaras en lugares como Sudán, Afganistán y el desierto del Gobi. ¿Qué te hizo elegir esa especialidad?
Nunca quise ser reportero. Mis padres eran súper políticos y mi padre acabo dejando The Star para trabajar en política de forma directa como parte de la agencia de medios de comunicación para Sargent Schriver, el candidato del Partido Demócrata durante la campaña presidencial de 1972 y más tarde trabajó en el Capitolio para Tip O'Neill, un ex presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Yo nunca pensé que quería cambiar el mundo; yo solo quería saborearlo, verlo, olerlo y volver con esas historias a casa.
Tras de graduarme en Pensamiento Social y Economía Política a los 23 años, conocí a una mujer y nos fuimos de viaje por Europa, luego Egipto, Israel, China, y de ahí tomamos el Transiberiano desde Pekín a Moscú. Cambio mi vida. Y cuando regresé lo único que hice fue escribir sobre ese viaje e intentar venderlo. Vendí mi primera historia al periódico El Boston Globe, contaba la travesía por el Nilo en una faluca tradicional y me pagaron 150 dólares. Yo no tenía experiencia profesional, nunca había asistido a una clase de Periodismo. Todo lo que quería era ser V.S. Naipaul, Paul Theroux… y poco a poco, a lo largo de los años, me abrí camino en la prensa.
Escribiste un libro titulado Lunatic Express: descubriendo el mundo a través de los autobuses, barcos, trenes y aviones más peligrosos. Al principio, pensé que era una premisa bastante sádica para un hombre en busca problemas, pero está llena de alegría y los problemas a menudo surgen en casa, entre un viaje y otro. Además, es tu primera incursión en un libro narrativa de viajes después de debutar con un libro titulado Hunting Warbirds (A la caza de los pájaros de guerra): la búsqueda obsesiva de los aviones de la segunda guerra mundial…
Por supuesto, escribir un libro era el gran objetivo y Pájaros de guerra acaba de surgir de una serie de historias de revistas que había escrito sobre esos tipos locos que intentaron sacar los Bombers B-29 de la Segunda Guerra Mundial fuera de Groenlandia. Lo escribí en 2001 y sentí que era un gran logro, pero nadie lo leyó ni escribió una reseña, aunque sí impulsó mi carrera en la prensa. Empecé a viajar por todo el mundo para escribir artículos para Outside, National Geographic Traveler y también Wired, de la que me convertí en editor colaborador por contrato.
En 2007, escribí una historia para la revista Outside sobre un estadounidense llamado Tim Roman que era piloto de aviones en la República Democrática del Congo. En ese momento, dos Kabilas gobernaban la región. El padre presidió después de la guerra contra Mobutu. Más tarde fue asesinado y su hijo tomó el cargo. Tim Roman ayudó a los Kabila a ganar esa guerra y, a cambio, obtuvo concesiones para abrir minas, construyó carreteras y fundó una aerolínea. Se convirtió en una especie de cortesano salvaje. Pasé un par de semanas con él en Kinsasha y viajamos por los alrededores. En un determinado momento, llevamos al Embajador de Nigeria y al Ministro de Finanzas congoleño a Abuja en un avión diminuto y ¡yo tuve que fingir que era el auxiliar de vuelo! Nos quedamos atrapados allí... Era una historia enrevesada y a mi editor le encantó. Así que me llamó un día y de repente se me ocurrió la idea: “¿Qué te parece si vuelo alrededor del mundo en las aerolíneas más peligrosas?" a lo que él respondió: “¿Y qué tal si viajas por el mundo en los transportes más peligrosos?”. Mi reacción fue: “Esa no es un artículo; eso es un libro”
Así que obtuve mi primer contrato importante para un libro, era mi sueño hecho realidad y, al mismo tiempo, mi matrimonio de veinticinco años y mi vida se estaban desmoronando. Ese viaje de cinco meses y 50.000 millas coincidió con todos esos cambios. El resultado es que Lunatic Express se volvió más profundo y tenía mucha más alma que Pájaros de Guerra, que era un libro de investigación simple y llano. Lunatic Express fue nombrado uno de los 10 mejores libros del año 2010 por El Wall Street Journal.
En 2014 llegó Savage Harvest (Cosecha salvaje): una historia de caníbales, colonialismo y la trágica búsqueda de arte primitivo en la que sigues los pasos de Michael Rockefeller para comprender su misteriosa desaparición. El libro, mitad periodismo de investigación y mitad memorias de viaje, se convirtió en un éxito de ventas. Dijiste que después del primer viaje a Nueva Guinea, te diste cuenta de que tendrías que arriesgar mucho más, tanto financiera como físicamente, tendrías que volver y sumergirte por completo. ¿Por qué sentiste que no funcionaría de otra manera?
Siempre me había fascinado la historia de la desaparición de Michael Rockefeller en Nueva Guinea en 1951. Era una persona muy famosa y el hijo del gobernador de Nueva York en ese momento. Cuando investigué por primera vez en Internet, me di cuenta de que solo había unas pocas referencias antiguas, nada sustancial en 55 años. Pensé que tal vez había llegado el momento y la gente estaría dispuesta a hablar.
Contraté a un investigador de Ámsterdam. Se metió en los archivos públicos e inmediatamente encontró detalles, datos reales que apuntaban a que Rockefeller fue asesinado y comido por la tribu Asmat. Pero esta era solo la versión oficial, tenía que averiguar si era verdad.
Me fui a Nueva Guinea durante dos meses, hice dos viajes a la aldea donde ocurrió la historia y me di de bruces con la realidad. No querían contarme nada. Asmat es un lugar difícil, un pantano de 10.000 metros cuadrados sin carreteras alrededor. Cuando volví, traté de escribir con todo el material que tenía, pero me di cuenta de que había cometido el pecado capital del periodismo: lanzarme en paracaídas en un lugar cualquiera y esperar que la gente me contara sus secretos más oscuros y todo lo referente a sus rituales, y encima pretender conseguirlo a través de un intérprete. Respondiendo a tu pregunta de forma simple: no había dado lo suficiente, no me había comprometido lo suficiente.
Allí había contratado a un intérprete; y a su ayudante, al dueño de un barco; y a su ayudante, un cocinero… Necesité siete u ocho personas. Me di cuenta de que tenía que volver solo a Asmat y hablar yo mismo el idioma. Encontré a una mujer indonesia en los Estados Unidos que me dio un curso intensivo del idioma durante siete meses.
Después regresé y abordé la historia de otra manera. No hice preguntas sobre Rockefeller. Vivía en una casa en el pueblo de Asmat con un anciano llamado Kokai. Fumaba con ellos, bebía café con ellos, escuchaba, observaba y dejaba que la gente me conociera y se preocuparan por mí. Y cuando empecé a hacer preguntas, fueron muy diferentes a las que había hecho antes.
¿Tu amor por Indonesia fue consecuencia de esa experiencia, o fue una razón más para escribir el libro?
Mi padre vivía en Yakarta a finales de los 80 y yo lo iba a visitar. En esa época leí Donde moran los espíritus de Tobias Schneebaum y ahí comenzó mi fascinación por el Asmat. Había visto el documental Pájaros muertos de Robert Gardner, en la que había trabajado Michael Rockefeller y que se estrenó en 1963. Esa fue la película que los había llevado a ambos al valle de Baliem y a Wamena. Trabajar en esa película fue lo que llevó a Rockefeller hasta los Asmat.
En aquellos días era muy difícil llegar a Papua y yo tampoco tenía dinero, pero viajé a Borneo a través del río Mahakam y eso me despertaron las ganas. Años más tarde, cuando estaba escribiendo Lunatic Express me enteré de que los ferris de Indonesia que navegan a través del archipiélago tenían un largo historial de hundimientos y morían miles cada año. Así que era lógico que Indonesia fuera parte de ese viaje.
Supe de Rockefeller y el Asmat por esas experiencias y eso me llevó a viajar allí, aprender el idioma… Es como tú con el Himalaya, viajas allí una y otra vez y sabes cada vez más y una cosa nueva te lleva a la siguiente.
Sé cómo desde el principio te opusiste públicamente a la presidencia de Trump y de repente, en medio del caótico mandato de Trump, decidiste escribir un libro sobre sus seguidores. Liar’s Circus (El circo del mentiroso), que como describe el subtítulo, es un viaje extraño y aterrador al mundo del revés de los mítines de MAGA. Abordas la historia como tus anteriores libros de aventuras a lugares remotos, pero esos mítines casi me parecen más peligrosos que cualquier jungla ¿Cómo fue esa experiencia?
Ir a los mítines de Trump y vivir la vida cotidiana con los partidarios más obsesivos de Trump fue como entrar en el Corazón de las Tinieblas de mi propio país... pero nunca fue particularmente peligroso. Se trataba de un hombre blanco de mediana edad que habla con hombres blancos de mediana edad. Sin embargo, admito que fue físicamente duro y emocionalmente agotador. Por ejemplo, pasé cincuenta horas en un aparcamiento en Tupelo, Mississippi, para poder ser la sexta persona en la fila. También pasé días acampando en sillas al lado del coche, a veces con frío o lluvia, y no olvidemos que escuchar a Trump es una experiencia terrible y agotadora en sí misma. No obstante, fue interesante viajar por mi país hablando con todo tipo de personas sin barreras idiomáticas ni culturales.
Después regresé y abordé la historia de otra manera. No hice preguntas sobre Rockefeller. Vivía en una casa en el pueblo de Asmat con un anciano llamado Kokai. Fumaba con ellos, bebía café con ellos, escuchaba, observaba y dejaba que la gente me conociera y se preocuparan por mí. Y cuando empecé a hacer preguntas, fueron muy diferentes a las que había hecho antes.
Leyendo tus libros, veo que tienes una gran pasión por los viajes, la naturaleza y la espiritualidad. Sé que también eres un consumado yogui entrenado en la tradición Ashtanga. ¿Por qué empezaste y cómo te ha influido el yoga?
Me criaron como ateo, pero, ya sabes, la vida se vuelve más complicada a medida que envejeces y experimentas el dolor y pérdida. Así que intentas aceptarlo y encontrar tu lugar en el mundo.
Mi experiencia con los Asmat fue un momento decisivo en mi vida. Eran intrínsecamente espirituales y tenían una religión tan compleja y, aunque algunos son cristianos nominales o católicos, eso no es más que una ligera capa sobre creencias espirituales que están profundamente arraigadas. Las religiones tradicionales asociadas con las jerarquías nunca me interesaron y me echaban para atrás. Pero ver a los Asmat tocando los tambores y cantando durante 24 horas seguidas durante la noche fue como una puerta que podía cruzar. Ver a personas que no habían sido afectadas por el mundo exterior, tener esas creencias tan poderosas, me hizo comprender que son intrínsecas al alma humana. Después de eso, me interesé en autores como Joseph Campbell, leí El poder del mito y entendí la universalidad de todo esto.
Pero mi práctica de yoga no es parte de eso, para ser honesto. Es algo más físico, me mantiene fuerte y flexible. Aunque, también es bueno tener una práctica diaria porque te mantiene centrado.
Acabas de escribir tu primera novela. ¿De qué trata?
El título provisional es Borderland (Tierra fronteriza) y trata sobre algunos de los temas de los que hemos hablado. Existe un viejo dicho que dice que todo el mundo escribe el mismo libro una y otra vez. Mi historia trata sobre las fronteras: físicas y mentales, pero también imaginarias. Habla de tierras lejanas y el impacto del amor, de los libros y de las historias. Creo que también habla un poco sobre la arrogancia occidental blanca.
Una vez me dijiste que ya no disfrutabas tanto leyendo narrativa de viajes porque eras demasiado consciente de la estructura y otros recursos utilizados. ¿Cómo compararías trabajar en un libro de ficción con trabajar en tus libros anteriores?
Es muy diferente. La ficción es mucho más difícil. Los libros que había escrito se basaban en extensos reportajes de investigación. Cuanta más información, más se puede vivir la historia, y luego todo se reduce a reorganizar la creación de una estructura y contar las historias de una manera elegante que conmueva al lector y a la vez ponga el dedo en una determinada verdad.
Sin embargo, todos sabemos que no hay nada más cierto que la ficción. Las historias inventadas son más verdaderas. Escribir una novela desde cero significa que tengo que usar lo que una vez vi, leí, dije y experimenté y ensamblarlo de manera diferente. Requiere un proceso de pensamiento distinto y es casi como estar en un estado de sueño lúcido que dura horas y horas. Escribir algunas partes, fue como tratar de arrancarme la piel, indagar en una verdad, admitirla, decirla, pero también hay magia en ello. Te sientas y describes una escena sin tener ningún plan y cuando lees después las cosas que se te ocurrieron, su simbolismo, por ejemplo, te sorprende.