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KATMANDÚ EN ESTADO DE ALARMA

NARRATIVA DE VIAJES

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ATRAPADA EN KATMANDÚ DURANTE LA PRIMERA OLA DE COVID-19


ME DESPIERTO EN UNA SUITE DE HOTEL EN KATMANDÚ, Y CUANDO INTENTO ESTIRARME EN LA CAMA, LOS CALAMBRES ME ENGARROTAN LOS MUSLOS. Me quedo paralizada, sola con los ojos cerrados, recordando que no terminé mi viaje. Había planeado escalar el pico Mera, pero después de cuatro días en el Himalaya viajando con un viejo amigo sherpa llamado Pasang y un porteador de 19 años, decidí dejarlo y regresar. Creía que la razón principal eran las lluvias premonzónicas más fuertes que había experimentado en cualquiera de mis viajes anteriores, pero había otra razón que estaba tratando de ignorar. El día que me fui, España decretó el estado de alarma por Covid-19. Por primera vez, las personas que quería en casa corrían un riesgo mayor que el mío en las montañas, y yo tendría que caminar durante semanas sin noticias de ellos.

Regresar por donde habíamos ido nos llevó varios días, y en un momento determinado vimos a otros excursionistas que también se daban la vuelta y regresaban al aeropuerto de Lukla. Pasang pudo reservarme un billete en una aerolínea diferente, pero era el último vuelo, ellos tenían que quedarse. Al darse cuenta de mi malestar, insistió en que no me preocupara, ya que ellos podrían caminar hasta Katmandú mucho más rápido si iban sin mí. Las noticias entre los excursionistas eran confusas, pero ese vuelo era en realidad un último esfuerzo por sacar a la gente de las montañas ya que dos días antes, los países europeos habían instado a los ciudadanos a regresar antes de cerrar su espacio aéreo. El miedo era evidente en las 20 personas que subieron al pequeño avión mientras las hélices rugían. El avión corrió por una pista en forma de tobogán y alguien gritó: "¡Yuhuuuu!" Pero cuando el avión comenzó a temblar violentamente en todas direcciones, ya nadie dijo una sola palabra. Durante ese vuelo, me di cuenta de que justo antes de las turbulencias, entraba una brisa fría en el avión recordándome lo frágil que es todo.

2

COMO CIUDADANA EUROPEA, NO PUEDEN NEGARME LA ENTRADA EN LA UNION EUROPEA. Mi vuelta a España es en tres semanas, por lo que mi vuelo todavía está programado, la cuarentena en España está prevista que dure solo dos  semanas y todavía no hay ningún caso de Covid-19 en Katmandú. Pero mientras tanto, España se ha convertido rápidamente en el lugar más peligroso al que viajar. Siguiendo los consejos de la web del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, informo a mi embajada de que estoy en Katmandú, pero elijo quedarme.

Me quedo en un antiguo hotel newari y gracias a un amigo puedo quedarme en una suite por muy poco dinero.La mayoría de las veces soy la única huésped en el ala este y rara vez veo a otros; es como tener mi propio piso. Adoro la decoración tibetana en el interior de una arquitectura hindú en decadencia. Los techos en forma de pagoda, los intrincados patios y los altares de arcilla semi ocultos entre la exuberante vegetación en el jardín me hacen sentir que estoy viviendo entre las ruinas de un templo.

Me siento como si viviera en lo que los budistas llaman el bardo, el estado intermedio, un estado onírico, en el que no hay coronavirus. Pero mi ilusión se hace añicos cuando me despierto el día 24 y veo que el personal está recogiendo todo rápidamente para irse. El gobierno de Katmandú ha declarado la cuarentena sin previo aviso después de que una estudiante nepalí que había regresado de Francia diera positivo. Los hoteles cierran en todo Katmandú y los turistas tienen que marcharse sin saber a dónde. El personal no puede responder a ninguna de mis ansiosas preguntas, me dicen que cerrarán en unas horas, pero como me conocen, puedo quedarme. Se preocupan por mí, algunos me dan sus teléfonos y me aseguran que solo será por una semana. El gerente del hotel vive en un edificio adyacente frente al ala antigua y el vigilante también vendrá todos los días. Llamo a Pasang y me responde incrédulo. ¿Cómo es posible esto después de un solo caso y sin previo aviso? “Quizás nuestro gobierno nos esté mintiendo,” dice.


Sé que los nepalíes ya no creen una palabra de lo que dice el gobierno. “We don’t have a democracy,”  (No te nemos democracia), me dijo un grupo de muleros thakali en 2016 en el alto Mustang, “We have a demon-crazy.” (Tenemos un demonio-loco.)


Aunque el personal del hotel me dice que no me mueva del hotel, salgo a la calle por curiosidad. Al doblar la esquina, la escena es surrealista. Un grupo de nepalíes se apresura a comprar comida en una pequeña tienda de comestibles, frente a esta, las llamas y restos de una hoguera en la que los vendedores han quemado los cartones utilizados para transportar la comida; detrás de ellos, la imagen del puente Bishnumati siempre abarrotado y ahora sin un alma. Estoy lejos del centro turístico, donde los nepalíes no hablan inglés, así que tengo que apretarme contra el mostrador señalando con el dedo lo que quiero e insistir hasta que alguien me entiende y me traduce. Todo lo que consigo es un tubo de Pringles, galletas y todas las botellas de agua que me caben en la mochila. Incluso el agua tiene la fecha caducada.

Pero puedo considerarme afortunada por haber vuelto atrás a tiempo. Nepal también cierra su espacio aéreo Muchos de los viajeros que había visto en las montañas están atrapados a la espera de helicópteros de rescate y ayuda del gobierno para conseguir comida y refugio.

El primer ministro de Nepal, K.P. Sharma Oli, líder del partido CPN-Maoísta, se encuentra en el hospital recuperándose de un segundo trasplante renal y el país conoce de sobra sus debilidades a la hora de combatir una epidemia. Los nepalíes tienen acceso a atención médica gratuita desde que terminó la guerra in 2006, pero su sistema hospitalario se caracteriza por instalaciones deficientes, personal poco capacitado y una ratio de un médico por cada 850 personas en el valle de Katmandú, en algunas zonas rurales ni siquiera tienen clínicas. En un país donde la corrupción política es la norma, se acusa al Ministerio de Salud ya desde el principio de la cuarentena de recibir sobornos por comprar material sanitario de China, lo que también provoca retrasos y la entrega de máquinas PCR inútiles.

El gobierno trata de emular las mismas medidas de los países en desarrollo pensando que una cuarentena que comienza incluso antes de que haya transmisión comunitaria, junto con tests de PCR y rastreo de contactos es la única respuesta. Pero además del turismo, el país depende en gran medida de las remesas, y hay cuatro millones de nepalíes solo en India. Mientras la tragedia se desarrolla allí, en el segundo continente más poblado del mundo, Nepal bloquea inconstitucionalmente la entrada de sus ciudadanos que temen más al hambre que a la enfermedad y caminan arriesgando sus vidas por montañas y ríos para cruzar una frontera porosa.

Dos días después de empezar la cuarentena, una mujer llamada Eva, de la embajada de España, me incluye en un grupo de WhatsApp junto a otros viajeros españoles atrapados que han logrado reunirse en una de las casas de huéspedes que el gobierno ha permitido mantener abiertas. Eva anuncia de forma dramática que están haciendo todo lo posible para sacarnos en uno de los vuelos de evacuación europeos con destino a París o Frankfurt, desde allí tendremos que arreglárnoslas para volver a casa. Sin más ayuda. Enfurecidos y desconcertados, la gente comienza a quejarse, contestando que podríamos quedarnos atrapados en una ciudad europea con todos los hoteles cerrados. Eva escribe que si nos quedamos, nos echarán a la calle, no habrán alimentos ya que las fronteras se cerrarán, y será cuestión de tiempo que todos enfermemos de Covid-19.

Todos empiezan a escribir al mismo tiempo, una mujer de setenta años se queja, y entonces Eva la bloquea inmediatamente y nos dice que lo que acaba de hacer debería ser una advertencia para el resto de nosotros; estamos ahí solo para escuchar.

Me sorprende su sadismo. En posteriores monólogos, afirma que esos vuelos que nos ofrecen no son un acto de caridad, y que nuestras evacuaciones son el pago de favores que la embajada española había hecho previamente a ambos países.

Es falso. Esos vuelos de evacuación se financian con dinero de la Unión Europea, llegan con equipamiento sanitario y regresan con sus ciudadanos. También me sorprende la forma contraproducente en la que intenta sembrar el pánico, la idea de que la cuarentena y el bloqueo son lo mismo. Nuestro verdadero problema es que no hay embajada de España en Nepal. La embajada en Nepal está ubicada en India y no solo es responsable de los turistas en  India sino de los españoles en Malasia, Sri Lanka y Bután. Nadie esperaba que todos esos países tuvieran problemas diplomáticos a la vez, están sobrepasados y quieren deshacerse de nosotros presionándonos para que otros nos envíen de regreso. Su retórica no es más que una historia de disturbios y lugareños con machetes que asustaría de muerte a cualquier turista.

Viví en Múnich durante muchos años, pero ningún amigo podría viajar al norte para recogerme. Tengo familia en Madrid, pero cómo iba a decirles que me acogieran después de pasar por dos o tres aeropuertos distintos cuando llevan semanas en aislamiento. Los otros viajeros empiezan a especular con la idea de conseguir un permiso de la embajada y alquilar un coche una vez que estén en Europa, pero mi riesgo de quedar atrapada en un aeropuerto durante días intentando volver a las Islas Canarias, de donde soy, es mucho mayor.

Esa noche me quedo despierta. Hay una ventana tan grande como mi cama. Contemplo la superficie montañosa de la luna como cuando estoy fuera de mi tienda y la altitud me impide dormir en un campo base. Veo la noche sin estrellas transformarse en nubes pre-monzónicas anaranjadas y me niego a sentir esa sensación de que debo firmar un contrato que no puedo leer primero. El mundo está cambiando rápidamente y todos están improvisando; mi decisión debe basarse en el presente. Hay algo más, una emoción abrumadora; el sueño de todo viajero es quedarse cuando todos los demás se van.

Así que me quedo, pero me prometo a mí misma que pase lo que pase, no puedo enfermar.

3

EL AGUA Y LA COMIDA SON MI MAYOR PREOCUPACIÓN. No hay transporte y solo pueden abrir las pequeñas tiendas de comestibles, ya que los mostradores de cristal en estos lugares se colocan bloqueando la entrada. La suite es espaciosa, pero no tengo cocina. No quiero pedir un favor incluso cuando todos mis amigos sherpas me llaman para decirme que se saltarían el encierro para recogerme con su moto y llevarme a sus casas. Después de todo, viajé sola para ser autosuficiente. No quiero ser una carga para los demás, así que me motivo pensando que la deprivación es mi oportunidad de demostrar la fortaleza que no pude demostrar esta vez en las montañas.

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Las calles están inquietantemente vacías al principio. Mi dieta consiste en sándwiches de atún, leche y yogur que consigo a la vuelta de la esquina. Limpio la habitación con mis camisillas de lana y comparto la suite y el atún con un gato atigrado semi salvaje que el vigilante solía alimentar y que siempre andaba por el jardín. No creo que sea una casualidad que sea una hembra y la llamo como la montaña de 6.000 metros de altura que iba a escalar. Mera aprieta su cuerpo junto al mío en la oscuridad cuando empiezan las tormentas nocturnas.

Después de decirle al gerente del hotel lo que estoy comiendo, encuentro unas latas de sardinas y aguacates en la alfombra de la entrada, pero pronto me doy cuenta de que tendré adentrarme en la ciudad.

Al salir, veo las chabolas debajo del puente Bishnumati; un hombre en cuclillas en una plataforma junto al río le corta el pelo a su hijo mientras la familia los rodea; los ancianos se sientan en bancos cerca de un carro de rickshaw abandonado.  Los niños juegan con pelotas y gallinas. Nadie usa máscarilla. ‘El amado río de Vishnu’ es un vertedero que el gobierno se ha encargado de limpiar varias veces, pero nadie, ni siquiera la policía que patrulla sobre el puente en camiones abiertos, repara en los Dalit, los intocables, que viven en casas hechas de láminas de uralita. El río actúa como una delgada frontera entre las familias en cuarentena a la izquierda y las personas excluidas socialmente durante años a la derecha.

Mi hotel está lejos del caos turístico diario. Así que ahora tengo que subir y bajar las omnipresentes cuestas de una ciudad himalaya por la tarde, cuando se permite salir a por comida solo durante dos horas, exactamente a la misma hora en que empieza a llover. Me pongo mi chaqueta cortavientos, me cubro la boca con el pañuelo de lana que uso en las montañas, me coloco la cámara debajo del brazo para protegerla de la lluvia y llevo mi mochila con la esperanza de llenarla con suficiente comida y agua para varios días. A veces tengo que agacharme esquivando los cientos de cables eléctricos húmedos que cuelgan de los postes de servicios públicos y trato de recordar todas las farmacias por las que paso; son los únicos lugares que siempre están abiertos y también venden agua. La policía, vestida con uniformes de camuflaje, lleva bastones enormes de bambú, llamados lathis, para disuadir a la gente de sentarse a charlar en los umbrales de sus casas. Patrullan las calles en camiones abiertos y usan un aparato con garras extensibles, que normalmente se utiliza para recuperar cadáveres del agua, con eso atrapan y empujan a quienes desafían la cuarentena.

Tras un par de semanas, las tiendas de comestibles están rodeadas de perros callejeros esperando a que los vendedores les den algo de comida. Acostumbrados a la comida de los viajeros, ahora recuestan la cabeza en la acera, demasiado débiles para sentarse. El sufrimiento de la gente permanece en el interior de las casas, pero nunca olvidaré el desconcierto en los ojos de los animales. De Thamel, el centro turístico, echo en falta el olor a incienso y la música saliendo de cada comercio. Ahora, en algunas de las carreteras, se apilan los escombros y los trabajadores han dejado a un lado las rudimentarias máquinas de construcción como si de repente un trágico suceso los hubiera obligado a correr para salvar la vida.

Muchos piensan que la extensión de la cuarentena es una forma de garantizar que nadie celebre los festivales de primavera y el año nuevo. Las procesiones masivas tirando de carros llevando deidades budistas e hindúes, o el festival de perforación de la lengua, son demasiado tántricos y viscerales para una epidemia, demasiado peligrosos, por lo que los sacerdotes se quedan solos en los templos para realizar las pujas. Toda la atención se dirige a las cremaciones de los muertos en el templo de Pashupatinath, en el que, aunque ha estado cerrado al público, un incremento en el número de cadáveres no podría mantenerse en secreto durante mucho tiempo. Hay menos de diez casos de Covid-19 durante casi un mes y todos comenzamos a adaptarnos a uno de los confinamientos más duros del mundo. Pero el 21 de abril, los periódicos locales anuncian que el contagio local ha comenzado después de que once ciudadanos indios que habían cruzado la frontera se escondieran en una mezquita en el distrito sur de Udayapur. Ahora todo el mundo sabe que los aeropuertos no abrirán antes de agosto. Los vuelos de evacuación se habían acabado semanas antes. Recuerdo el silencio en casa cuando llamé para dar la noticia.

En la era de Narendra Modi, la comunidad musulmana ha sido el chivo expiatorio de India acusada de difundir el Covid-19 con sus reuniones religiosas. A muchos de los emigrantes que mantienen económicamente Nepal se les niega el derecho a regresar y ahora se agolpan en la frontera. Las instalaciones de cuarentena improvisadas en las zonas rurales son trampas en las que se enferman y los nepalíes confinados durante un mes sienten que no ha servido para nada. Un gobierno incompetente ha sellado su destino; así que encuentran sus propias formas de abrir.

4

SAHEEL ES UN MADHESI DE 26 AÑOS, UN NEPALÍ MUSULMAN DE ASCENDENCIA INDIA, QUE CONOCÍ EN THAMEL. Emigró desde las llanuras de Terai a Katmandú para encontrar trabajo en una de las tiendas de pinturas Thangka en el centro de la ciudad. Estaba fotografiando allí cuando escuché a varias personas silbarse unos a otros. De pronto veo que tres hombres me siguen, agarro intuitivamente la cámara, tengo la correa de cuero alrededor de mi cuello y me preocupa que si tiran de ella, me arrastren por toda la calle.

En ese momento, Saheel me adelanta y se presenta. Es rápido, tiene el pelo negro como un cuervo y usa la misma máscara de tela que todos usan en una ciudad terriblemente contaminada. Por sus ojos, me lo imagino con un rostro hermoso. Me pregunta si necesito algo. “¿Sabes si hay algún restaurante abierto?” pregunto. Me lleva lejos de las calles principales por callejones estrechos, donde no hay nadie. Seguir a un extraño cuyo rostro está medio cubierto por callejones oscuros va más allá de mi protocolo de viaje. Lo sigo, pero meto la mano dentro del bolsillo del pantalón para agarrar el silbato de latón que siempre llevo a la montaña en caso de accidente ya que prefiero caminar sola. Me lleva a un pub donde solo hay tres nepalís y me pregunta qué quiero comer. “Lo que tengas,” digo, al comprender que está oficialmente cerrado y que le está pidiendo un favor a un amigo para conseguir algo de dinero. Ambos entran a la cocina para discutirlo, pero Saheel regresa decepcionado y me dice que es mejor que busquemos otro lugar.

Hablamos por el camino y saca del bolsillo algo parecido a un pasaporte para mostrarme la foto de su bebé de dos años. Me fijo en el kohl pintado alrededor de los ojos, una forma de proteger a los niños del mal de ojo. Saheel me dice que no ha trabajado durante un mes en un país que no cuenta con asistencia social y que está haciendo lo que puede para sobrevivir. Sé lo que quiere; es algo que nadie me había pedido desde mis primeros viajes a Nepal, los últimos años tras una larga década de guerra. Algunos nepalíes solían pedir a los extranjeros que les compraran un bote de leche en polvo para bebés que dura un mes en una familia de un solo hijo y cuesta 15 euros, el salario de una semana en Nepal. La mayoría de las veces, regresan a la tienda a devolver el bote y quedarse con el dinero.

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Saheel me lleva hasta otro callejón estrecho donde a ambos lados, dos largas filas de personas, en su mayoría nepalíes, esperan. Dos mujeres chinas con trajes epis los separan y los llevan a un bidón de agua para lavarse las manos antes de cruzar las escaleras y sentarse en un balcón a comer. Le preguntamos a una de las mujeres si puedo pagar la comida, pero ella niega con la cabeza, así que le digo a Saheel, que no quiero comer allí. Antes de irme, me doy la vuelta para hacer una foto y un hombre enfurecido sale de la fila y me grita que no lo haga. Lo dejo, pero tan pronto como vuelve a la fila, Saheel me dice: “Haz la foto, yo estoy aquí.”  Dudo por un segundo y esta vez el hombre camina violentamente hacia Saheel. Así que le grito que nos vayamos, que no vale la pena y nos marchamos rápido, pero entiendo mejor lo que siente la gente en ese callejón cuando la siguiente vez que paso, veo a tres turistas chinos que se han parado allí, tomando fotos con su teléfono móvil. Uno de ellos usa un palo de selfie para grabar un vídeo en el que explica por qué la gente va allí.

Nos damos la vuelta, y entonces veo a un grupo de extranjeros caminando juntos lentamente en dirección al restaurante. Un hombre de 1’90 de altura camina delante como si liderara el grupo. Son aproximadamente 15 personas, todas con mascarillas y ropa de trekking polvorienta. Desde que nos pusieron en cuarentena, no había visto a otros extranjeros, pero sabía que había 10.000 viajeros en el país cuando se cerró el espacio aéreo y no todos pudieron irse. Me sorprende su aspecto, son como espectros y parecen agotados; llegaron a un país pobre como turistas privilegiados y ahora dependen de su programa de distribución de alimentos.

Un poco más adelante, un hombre de unos sesenta años se acerca a Saheel llorando y le enseña la mano. Hablan en nepalí, pero Saheel nuevamente se muestra protector y me dice que me dé prisa. Me cuenta que alguien le ha robado el dinero y le ha hecho daño en la mano. Le pregunto más cosas, pero se encoge de hombros. “Está drogado, ¿sabes? Pegamento.” Parece que los dueños de las tiendas impedían que se acercaran personas con problemas, pero ahora Thamel se está convirtiendo en algo diferente.

Al final, a Saheel se le ocurre llevarme a una panadería que sabe que está abierta. Un poco más lejos, hay un Thamel para los locales. En los callejones estrechos de los alrededores, las mujeres se agachan en las calles, codo con codo, para vender verduras. Si lo que echo de menos es comer algo caliente, hacen pizzas pequeñas de masa dura y seca que calientan en el horno. Es mejor que nada. Le compro la leche en polvo y en la farmacia llama por teléfono a su hermano Nakir que viene a recogerme con su rickshaw. Saheel registra su número de teléfono en mis contactos y me dice que siempre está en Thamel tratando de sobrevivir y que me ayudará en todo lo que necesite.

De camino al hotel, Nakir se gira y me ofrece comprar hachís, es algo típico ya que Katmandú aún evoca de muchas maneras el viaje místico hippy. Le digo que no educadamente e imagino que Saheel sabía que me lo iba a ofrecer. Volvemos a casa a la velocidad de una bicicleta por una carretera vacía. Nunca había ido tan rápido. Nada queda del caos que hace que las ciudades del sur de Asia sean lo que son. “No hay vacas, eh? No hay gente,” grita. Cuanto más me río entusiasmada, más ganas le dan a Nakir de pedalea más rápido.


Me rencuentro con Saheel unos días después. Esta vez hay incluso más hombres controlando Thamel, preguntándome qué busco. Cuando pregunto por un supermercado, algunos me llevan unos pasos por delante y llaman con los nudillos a la puerta enrollable de acero para que alguien de adentro abra. Al salir, me encuentro con otros: “¿Buscas chales, botas, un corte de pelo, didi?” Puedo ver los pies de algunos vendedores por debajo de las puertas entreabiertas, y de vez en cuando escucho silbidos repetidos recorriendo las calles, a veces advirtiendo a otros de que viene la policía o que ha llegado un nuevo extranjero buscando algo. Los rickshaw también siguen a los extranjeros, para ofrecerles, paradójicamente, tours turísticos por lugares desiertos.


Saheel quiere que tome fotos de lo que está sucediendo en su país y me lleva a la parte trasera del hotel Annapurna, donde alrededor de 200 nepalíes también hacen fila para conseguir comida. En el camino, veo muchos niños, Saheel le hace un gesto a uno que lleva la mascarilla en la barbilla para que se la ajuste correctamente. Los niños no se avergüenzan, caminan decididos con sus amigos y lo toman como una aventura, pero también veo a algunos asustados al creer que les van a disparar cuando un policía les apunta con el dispositivo de temperatura en la mano. Una occidental rubia reparte cartones de comida a cada uno, tiene el cabello y los guantes completamente cubiertos de sudor. Corre, de un lado a otro, exhausta, y en menos de 10 minutos grita: “Finito.” La comida se ha acabado; el resto tendrá que volver antes al día siguiente. Tras esto, la línea se disuelve, sin reproches, la gente se da la vuelta y se va a casa; como si no pasara nada.

5

HAN PASADO SIETE SEMANAS DESDE QUE LLEGUÉ. Desde la azotea, la cordillera del Himalaya se puede ver a lo lejos por primera vez en décadas. Todos los días me despierto antes del amanecer con el sonido de los cucos asiáticos ilusionados unos con otros y dejo plátanos en el balcón para los monos langur de pelo blanco que invaden los caminos del jardín antes de que llegue el vigilante. He dejado de recalcular cuándo podré regresar.

Una tarde, me siento en un escalón en uno de los porches que dan al jardín. A mi alrededor hay árboles de mango, sauces llorones, y jazmín estrellado. Las luces a lo largo de los caminos del jardín están encendidas solo para mí y, sobre ellas, hay esculturas de dioses y diosas hindúes danzando. La pequeña Mera está jugando y, de vez en cuando, se detiene y me mira desde la distancia, como un niño que comprueba si uno de sus padres sigue ahí. Elevándose sobre mí, hay un pino del Himalaya y detrás de él, una de esas puestas de sol que no son espectaculares, solo un cielo cian que se vuelve más pálido hasta que llega la noche. Aunque estoy acostumbrada a viajar sola, había dado por sentado toda una red de seguridad y la ví desaparecer en una sola noche. Puse en práctica lo que había aprendido en el Himalaya; confianza en mí misma, alerta, la aceptación. Ahora puedo escuchar esa voz palpitando dentro de mí. Miro a mi alrededor y finalmente lo siento, el sentimiento de asombro que no pude sentir esta vez en las montañas, y me doy cuenta de que he sido feliz durante todo este viaje.

Un día, llega inesperadamente un correo electrónico de la embajada de Francia. Me instan a que vaya a la embajada y consiga un pasaje para un último vuelo de repatriación que tendrá lugar ese sábado. Mi primera reacción es borrarlo sin decirle nada a nadie, pero España ya ha aplanado la curva mientras que aquí se acerca lo peor. Me siento como un esquiador que ha estado esperando en la cima de la montaña el segundo adecuado para saltar.

Voy a Thamel por última vez para despedirme de Saheel. Veo la decepción en sus ojos. No podemos darnos la mano, pero en vez de eso, se baja la mascarilla hasta la barbilla, solo entonces veo la típica decoloración alrededor de la nariz y la boca, el hueco de los dientes frontales con las raíces todavía allí; todos los signos de alguien que ha usado pegamento para drogarse; alguien con quien nunca me hubiera atrevido a hablar. Me deja en shock y me duele. Intento coger aire y me sale como en un susurro, “No quiero marcharme.” Estoy luchando también contra las lágrimas que he reprimido durante dos meses; tengo miedo a la posibilidad de quedarme atrapada en Francia, temo enfermar pero, sobre todo, temo volver a un país que ha cambiado mientras yo no estaba allí.

“Regresaras pronto, ya verás,” dice Saheel. Asiento con una sonrisa triste que no puede ver y le deseo lo mejor, luego me doy la vuelta y me marcho.